Foto de la obra Quartett, de La fura dels baus
La semana pasada volví de un viaje de diez días. El vuelo de Brasilia hacía una conexión en São Paulo, que se demoró veinticuatro horas por misteriosos problemas en el aeropuerto de Buenos Aires. Después de las inevitables filas y esperas inciertas, finalmente embarcamos en un avión gigantesco, con espacio para cuatrocientas personas entre los pasajeros de mi vuelo y otros tantos más frescos, que no habían sufrido las penosas filas de la víspera.
Cuando parecía todo listo para despegar y ya había pasado media hora del horario previsto de salida, nos enteramos de que el atraso se debía a una pasajera que se había sentado en clase ejecutiva sin haber pagado el valor correspondiente. El comisario de vuelo anunció que estábamos esperando a la policía para resolver el incidente. Todo el vuelo estalló en aplausos, lo cual me sorprendió al punto de pensar que algo de la historia se me escapaba. Entonces me paré y me dirigí al área del conflicto en la primera fila, aunque yo estaba en la última de un avión de esos que tienen dos pasillos. A medida que me acercaba, la aglomeración de personas dificultaba el avance. Me llegaban relatos ilustrados con fotos y videos: una mujer de mediana edad obstinada en quedarse en su asiento, varias personas rodeándola e increpándola para que fuera razonable y se mudara a la clase que le correspondía.
En eso me crucé con una aeromoza y le pregunté por qué no podíamos simplemente despegar, dejar a esta señora tan decidida en su asiento (que de otra forma habría quedado sin ocupar), y aliviar un poco el cansancio y la frustración de tanta gente que por la demora del día anterior, había perdido conexiones, compromisos, días de vacaciones, y sobre todo el buen humor.
La inusitada respuesta fue que la gente que estaba en la clase ejecutiva se negaba, considerando una injusticia que la empecinada señora viajara en ejecutiva sin haber pagado para ello. Viajeras y viajeros con el mismo nivel de agotamiento que yo preferían retrasar indefinidamente el vuelo (la policía no llegó nunca) antes que permitir que quien no había desembolsado su dinero accediera a un privilegio inmerecido.
Cuando escuché estas palabras no aguanté y dije: “pero entonces no es ella a quien tenemos que hacer entrar en razón, es al resto de la gente que viaja en ejecutiva”. Miré a mi alrededor buscando complicidad entre quienes estaban cerca, pero en vez de eso recibí amables explicaciones de por qué no era justo permitir que la desubicada se saliera con la suya impunemente.
El avión tardó un poco más en despegar. Finalmente la policía no vino y la señora, que no quiso viajar en clase turista, se bajó del vuelo por decisión propia, lo cual fue un trastorno extra porque hubo que rescatar su valija de las entrañas de una bodega atestada. Fue consecuente hasta el fin. Quienes la querían fuera de la clase privilegiada también lo fueron: no se movieron ni un centímetro de su posición. Ella perdió su vuelo. Toda la gente llegó aún más tarde a su destino.
Yo me sentí muy sola calculando en qué medida la noción de justicia había obstaculizado la resolución de ese conflicto. Cómo todo el mundo había perdido tiempo y dinero. Cuánto más fácil habría sido dejar donde estaba a la señora ya cansada por la pérdida del día anterior. ¿Se habría perdido algo? Tal vez el orgullo.
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