Lenguaje
- Yael Barcesat
- 18 sept 2022
- 2 Min. de lectura

Nos llega este intrincado conjunto de caracteres y sonidos, con sus reglas mutantes, sus varios niveles de interpretación, sus ritmos y melodías, legado de abrumadora complejidad y belleza que aprendemos a manipular en caliente, hasta que la materia que tenemos entre las manos pasa a definir lo otro, lo que no era palabra…, pero eso, ¿preexiste?
Tengo un vislumbre de que coexiste. Está lo que pienso escribiendo, hablando, aun hablándome, y está lo otro, lo que pienso en ausencia de testigos. Esas formas que fluyen como sueños o memorias de sueños y que constituyen el telón de fondo de lo cotidiano. Lo más difícil para iluminarlas es usar las palabras. Entre las herramientas que tenemos para exponer algo en la superficie, las palabras (comparadas con los recursos musicales, los movimientos corporales o los elementos del arte plástico) son la materia prima que más nos hace pensar que hay algo por entender.
¿Cómo comunicarse desconfiando de la solidez de esos ladrillos que hacen la comunicación? Hay mensajes que demandan univocidad —y cuando la buscamos con ahínco ella parece huir hasta de las herramientas más rudimentarias del lenguaje—: por ejemplo, las instrucciones para preparar una receta. Por otra parte, hay una cantidad de situaciones en las que la transmisión del mensaje solo se completa cuando interviene activamente ese aparato perceptor, y no me refiero a “hacer el esfuerzo de entender”, sino a algo más parecido a disfrazarse con el mensaje, usando el pantalón como sombrero y viceversa, hasta encontrar una forma propia de vestir ese atuendo.
Sin embargo, hubo y hay poetas que amasan las palabras o las deshilachan, las cosen de manera imposible y destruyen nuestras nociones automatizadas de cómo debe leerse un mensaje para encontrar significado. En esos casos se puede hacer silencio, dejar que la inquietud fermente y darle lugar a esa especie de felicidad que surge de la imposibilidad de una traducción.
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