Hay una película de Miyasaki, El increíble castillo vagabundo, que en gran parte sucede en una locación andante. En diversos momentos vemos al personaje principal corriendo para subirse al castillo que no deja de avanzar a grandes zancadas.
Se trata de un lugar bastante inhóspito, muy sucio y oscuro por dentro, con algunas figuras malhumoradas y otras francamente antipáticas. La joven protagonista no tiene pocos problemas: un hechizo la hace saltear varias décadas de existencia, llevándola hasta la ancianidad. No obstante, de alguna manera encuentra el temple para lidiar con la hostilidad y la indiferencia de los moradores del castillo, además de con sus propios achaques, limpiando con fervor y reciclando lo que encuentra para volver habitable ese espacio.
A diferencia de otras narrativas en que la limpieza y el orden están inmediatamente asociados al bien, en esta trama pasa un buen tiempo hasta que los convivientes empiezan a advertir y valorizar la presencia de la denodada trabajadora, y esto no parece suceder por sus dotes para la organización doméstica ―que incluso disgustan a esa gente acostumbrada al caos― sino a fuerza de permanencia. Ella decide estar ahí. Es una ocupa.
El resto de los habitantes no puede más que adaptarse a esa voluntad inexorable, que encuentra la forma de hacerse querer. Los espectadores la amamos de inmediato, porque su magia es abrazar el acontecimiento. Sólo la vemos revolverse en sueños ante un destino aparentemente maldito, pero apenas abre los ojos se pega al estado actual de las cosas con la misma tenacidad con que persigue el castillo en constante movimiento.
El argumento va desde la picazón hasta la satisfacción, pero paladeamos posibles soluciones al problema mucho antes de que materialmente se resuelva en un final, porque en el camino vamos encontrando alegrías vagabundas y nuevos espacios inesperados de disfrute. Incluso se dan algunas amistades improbables con gente que no dudaríamos en llamar tóxica. La fidelidad al acontecimiento nos toma y ya casi no clamamos por un juicio que distribuya las penas y las recompensas. Cuando estamos flotando a la deriva en terreno extramoral, alguien ―¿la autora del cuento Diana Wynne Jones?― nos trae bruscamente al orden del final feliz. Me digo: “¡paciencia! Y fidelidad al acontecimiento”.
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