Un buen día me desperté con nuevas inspiraciones. Pero pronto descubrí que eran las mismas, que ya las había pensado, ya las había escrito incluso, y enseñado muchas veces. Decidí hacer a un lado una incipiente sensación de alarma y pensar que mañana todo sería diferente.
Pero no. Unos días después, el mismo arrebato de comunicar: ¡llegó el momento de decir esto! Acto seguido, la propia búsqueda de material da con mis propias palabras, escritas y publicadas, spoileando la creación del presente.
¿Será que desde ahora solo voy a repetir lo que ya dije? Tal vez decirlo de otra forma… inevitablemente pienso en decirlo mejor, aunque eso no se sabe hasta el final. Por un instante pensé en tanta gente admirada que empieza escribiendo un libro pequeño, que se expande, y se bifurca, y se corrige… Y luego en otra, la que escribe una obra maestra tan joven, y después nunca algo que pueda sumar a ese universo que se basta a sí mismo.
Pensé, a riesgo de ser arrogante, que no tengo por qué seguir ninguno de esos rumbos, sino más bien entregarme a las idas y venidas de la existencia que se narra a sí misma, sin buscar una estructura subyacente, evitando y también dejando de evitar encajar en un surco preformado. Entonces cayó con el peso de un trueno la certeza feroz de que tengo dos o tres cosas para decir. No puedo decirlas así nomás. Tengo que saborearlas y consumirlas como si fueran gigantescos caramelos. Las voy degustando y les voy diciendo: ¡prueben!
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