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Comunidad




Estoy en un tercer piso. Por la ventana veo un árbol que supera la altura de mi ventana con creces. Es todo hojas verdes en estratos horizontales, me recuerda esos paisajes de acantilados que van siendo modelados por el viento. Sólo en lo más alto de la copa nacen unas vainas erectas entre flores amarillas. Tres pisos de árbol para que pueda existir ese huerto suspendido de flores y vainas, con su germen perpetrador de la especie.


Cargar con el mensaje genético demanda todo ese verdor sin función aparente. Si el árbol fuese comunidad de personas, durante todos esos años cada hojita clamaría “¿para qué?”, cada rama pensaría que está perdiendo el tiempo. Se mirarían entre sí con extrañamiento y desconfianza, y mientras tanto el jardín flotante no sería ni siquiera un sueño, porque cuántas veces no se sabe de antemano cuál es la mejor manera de ser fértil, especialmente en grupo.


Pero después de tantos años, la recompensa llegaría en forma de floración. Esto si se tratara de personas, porque es difícil imaginar la impaciencia de un brote o concebir la ansiedad de un tallo. Los brotes y los tallos simplemente crecen, hacen lo que hay que hacer. “En nuestro Universo cada quien cumple con lo que le corresponde, por la satisfacción de hacerlo así. Ninguno de nosotros se exime de su parte”, dicen los árboles al niño, en la parábola “Los árboles y las piedras” de DeRose.


Cuando veo un grupo que se abre paso, un tipo de organización que funciona (cuando veo sus vainas y sus flores), pienso en lo más pequeño, en las hojitas de más abajo, incluso en las briznas que crecen entre las raíces y en la multitud de especies que laten sobre y debajo de la tierra para que esa comunidad sea posible.


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