100 fotos tomadas en el tiempo por Nobuhiro Nakanishi
El barrio se puebla de cánticos a la mañana y al atardecer, porque los templos jasídicos funcionan ahora a cielo abierto. Los hombres salen a sus parcos balcones, se balancean de adelante hacia atrás; siempre parecen estar mirando a alguien, y cuando se vuelven hacia mí me pregunto si me ven, si me apuntan con sus oraciones.
La actividad vuelve poco a poco a las calles, se escuchan más autos y menos voces. Hace un par de semanas daba para oír la conversación de un balcón a otro, el portero saludando a la vecina. Ya las voces fueron tapadas por los motores, salvo las de los que dirigen el rezo. Sus salmodias se elevan entre un camión y otro, compitiendo con las máquinas.
Ahora me miran, me cuesta creer que no me estén viendo, pese a que estamos a unos treinta metros. Pienso en las capas de culpa judeocristiana que fui abandonando, les hago frente con mi propia mirada. Y me siento touché: falta un montón todavía. Y lo que más falta es el trabajo fino de descubrir cuándo es apenas la prohibición la que me hace desear. Cuándo es la culpa la que me dice que no siga adelante y cuándo es otra cosa, y ahí freno porque esa cosa es difícil de nombrar sin caer en lo naíf de apelar a la existencia de algo genuino en el fondo. ¿Existe ese fondo?
Si nos imagino como una cebolla, hechos de capas, entiendo que podemos sacar las superficiales y entonces hacer salir a la luz otras más profundas, más traslúcidas. Pero no visualizo un corazón de la cebolla; más bien me veo apartando la última capa y sorprendiéndome con la ausencia de lo conocido, que es plenitud de algo distinto.