Fotograma de La vida de Adèle
Una cuarenta y seis am. Música a todo volumen, salsa y merengue. Todas las ventanas del vecindario se van iluminando, una por una. La indignación sube las pulsaciones a medida que en cada departamento se descubre que es imposible dormir. Sencillamente impensable desembarazarse del pegote tropical que te hace vibrar cada célula e incluso menearte un poco en la cama.
Cuando salís al balcón reconocés a las mismas personas anodinas que jamás ves en simultáneo, ahora asomadas a sus varandas, con voces y rostros desencajados, lanzando quejas y pedidos de auxilio a la policía. La música continúa sonando a un volumen tan alto que te imaginás un equipo reproductor monstruoso; concluís que seguramente juntó potencia a fuerza de varios días de cuarentena.
La policía llega al cabo de un par de horas, apuesto a que recibieron varios llamados antes de aventurarse en la calle vacía por el confinamiento. Parece tan amargo, en medio de una cuarentena mundial como nunca habíamos vivido, tener que llamar a la policía para que reprima un festejo hogareño. Pero el festejo de unes se vuelve la tortura de otres: este artículo sale trasnochado, madrugado, mientras la salsa me embadurna y me sume en la más profunda concentración, por ocupar todo el espacio sonoro.
Las cuatro y dos de la madrugada. El día puede empezar o terminar en esta hora incierta en que la atmósfera se vuelve fluorescente. Miro una vez más la avenida Corrientes desierta. De vez en cuando se escucha alguna sirena de policía o de ambulancia, pero el silencio es mucho más profundo que nunca. Todo lo que pasa en estos días es memorable, puro estreno, teñido por el aura de la cuarentena, alumbrado por las pantallas que reemplazan el contacto humano. ¿Voy a empezar mi día o a terminarlo? Aún no me decido, pero si algo se aprende en estos días es que nada es imposible, y que el tiempo apremia.