Ilustración de Alice in wonderland, de Lewis Carroll
Siempre te veo sonreír. Solés mantener tu sonrisa aún en los peores días, esos en que te acurrucás en el sillón con un libro y se nota tu fragilidad a una legua. Y tu sonrisa es siempre una puerta a lo que te pasa, nunca una veladura.
Mientras decís lo más subversivo, me acariciás con tu sonrisa. Me explicás cómo sostener esa subversión, de manera sistemática y paciente, cómo vivir en ella, más como un ejercicio cotidiano que como algo que dura un tiempo definido hasta conseguir un resultado. No pensás jubilarte nunca de tu revolución sutil, y eso me inspira.
Pienso en la mía, en mi revolución y en mis maneras de llevarla a cabo. Pienso en la cosecha de mis arrebatos, en las veces en que me dejé la sonrisa olvidada, los momentos en que dejé de explicar y pasé a vociferar. Y me da vergüenza, esa que te agarra cuando tenés certeza de que una forma no sirve, pero igual…
¿Cómo compartir esto con el mundo? Tal como vos lo hacés, encarnando esa manera, llevando una auténtica sonrisa por estandarte aun cuando estás un poco rota por dentro, porque la felicidad de estar donde querés te acompaña aún en los períodos difíciles.
Vuelvo a mirarte y pienso que hay esperanza. Me dispongo a tratar una vez más, después de innumerables intentos fallidos. ¿Cuántas veces hay que pisar el mismo charco? Me sorprende siempre la evidencia de que no alcanzan los dedos de las dos manos para contarlas.