Victoria de Samotracia, entre el siglo IV y el III AEC
La libertad necesariamente va de la mano de la intrepidez. Uno de los motivos por los que hace falta esta cualidad para ser libre es que, cuando se da el primer paso, es un paso solitario. Ser le primere en levantar una lata que otro tiró en la calle o en la playa, le primere en quebrar la complicidad de la broma pesada, o en no adherir a un hábito socialmente aceptado pese a su evidente nocividad. Hay intrepidez en sostener una elección de comportamiento, aunque eso te vuelva vulnerable. Y esa vulnerabilidad existe especialmente en un primer momento, cuando sos únique en acatar una nueva norma (o una poco conocida, tal vez), porque una regla respetada por casi nadie deja al que la observa en flagrante desprotección. En el colegio o más temprano, en el jardín de infantes, uno aprende a defenderse. Tomar la decisión de no hacerlo más, siempre que no implique pasividad sino la astucia de usar la fuerza del ataque para resolver la situación con agilidad y gracia, a mediano plazo probablemente produzca la cesación de las agresiones. Pero en un primer momento no es más que abrir la puerta a lo que venga, y predisponerse a aguantar firme. Paciencia, por lo tanto, es el arma por excelencia de les pioneres que desafían el statu quo con sus inusitadas actitudes, que inauguran las normas de la libertad. Aunque esto último a primera vista parezca contradictorio, las normas construyen los carriles necesarios para que el tren de la libertad pueda tomar velocidad.